sábado, 15 de marzo de 2008

La Escafandra y La Mariposa - Jean-Dominique Bauby

Antes que nada quiero declarar, en calidad de testigo (nunca de imputado) que toda esta entrada, esta robada/tomada prestada integramente del Blog de Diego, compañero de trabajo. Sin asentar el apellido, por no contar con la autorizacion por formulario C-152485 con triple sellado por Escribano Publico y estafeta postal de Disney World.

Dejando de divagar un poco, los dejo con la sinopsis y algunos pasajes del libro, presten atencion lo que le paso a este Bauby y como logro escribir un libro con su propia experiencia en tiempo real. Realmente imperdible...

Gracias Diega!!!!!

"...Aquellos que no esten familiarizados con Jean - Dominique Bauby, deben saber lo siguiente, en 1985 siendo editor de la revista "Elle" tiene un ACV (accidente cerebro vascular) el cual lo deja paralizado de pies a cabeza, sufriendo lo que los medicos llaman el fenomeno del "locked in" (encierro en ingles) ya que sus funciones cerebales eran normales, pero incapacitado para moverse. La unica forma de comunicacion que tenia con el mundo exterior era su ojo izquierdo, guiñando el ojo una vez por "si" y dos veces por "no". A Jean Dominique se le leian las letras del alfabeto, segun el nivel de uso de las mismas, y este guiñaba el ojo para indicar la letra que queria expresar, de este modo logro escribir una novela de la cual dejo un fragmento, "La Escafandra y La Mariposa":

La silla

Nunca había visto tantas batas blancas en mi pequeña habitación. Las enfermeras, las auxilia­res, la fisioterapeuta, la psicóloga, la ergoterapeu­ta, la neuróloga, los internos y hasta el jefe supre­mo de servicio, todo el hospital se había desplazado para la ocasión. Cuando entraron empujando el artefacto hasta mi cama, lo primero que pensé fue que un nuevo inquilino venía a tomar posesión del lugar. Instalado en Berck desde hacía varias semanas, cada día rozaba un poco más el umbral de la conciencia, pero no imaginaba qué nexo podía haber entre una silla de ruedas y yo.
Nadie me había bosquejado un cuadro exacto de mi situación, y a partir de chismorreos reco­gidos aquí y allá, me forjé la certeza de que no tar­daría en recuperar el gesto y la palabra.
Mi mente errabunda concebía incluso mil pro­yectos: una novela, viajes, una obra de teatro y la comercialización de un cóctel de frutas de mi invención. No me pidáis la receta, la he olvidado. Se apresuraron a vestirme. «Es bueno para la moral», dijo sentenciosamente la neuróloga. Y en efecto, después de la bata de nailon amarillo, me habría encantado embutirme en una camisa a cuadros, unos viejos pantalones y una sudade­ra informe, si no hubiera supuesto una pesadilla ponérmelos. O más bien verlos deslizarse, tras no pocas contorsiones, por ese cuerpo flácido y desarticulado que ya sólo me pertenecía para hacerme sufrir.
Cuando por fin estuve listo, pudo comenzar el ritual. Dos tíos me cogieron por los hombros y los pies, me alzaron de la cama y me depositaron en la silla sin grandes miramientos. De simple enfermo había pasado a ser un discapacitado, al igual que en los toros el novillero se convierte en torero cuando le dan la alternativa. No me aplau­dieron pero casi. Mis padrinos me hicieron dar la vuelta a la planta a fin de comprobar que la pos­tura sedente no provocaba espasmos incontrola­bles, pero me mantuve inmóvil, ocupado en cali­brar la brutal devaluación de mis perspectivas de futuro. Sólo tuvieron que afianzarme la cabeza con un cojín especial, pues cabeceaba a la mane­ra de esas mujeres africanas a las que se retira la pirámide de aros que desde hace años les estira el cuello. «Se adapta usted bien a la silla», comentó la ergoterapeuta con una sonrisa que pretendía dar un carácter de buena noticia a sus palabras, si bien a mis oídos sonaron como un veredicto. De golpe entreveía la espantosa realidad. Tan cega­dora como un hongo atómico. Más acerada que la cuchilla de una guillotina. Se fueron todos, tres auxiliares volvieron a acostarme, y no pude evitar pensar en esos gánsteres del cine negro que se esfuerzan en meter en el maletero de su coche el cadáver del entrometido cuyo pellejo acaban de acribillar. La silla quedó en un rincón, con aire de abandono, y mis ropas arrojadas sobre el res­paldo de plástico azul oscuro. Antes de que de­sapareciese la última bata blanca, le indiqué con un gesto que pusiera la tele, bajita.
Daban «Cifras y letras», el programa favorito de mi padre. Des­de la mañana, una lluvia pertinaz resbalaba por los cristales de la ventana.

La oración

Después de todo, el episodio de la silla ha resul­tado saludable. Ahora las cosas están más claras. He dejado de concebir planes ambiciosos y he libe­rado de su silencio a los amigos que levantaban una afectuosa barrera a mi alrededor desde mi accidente. Puesto que el tema ya no es tabú, hemos empezado a hablar del locked-in syndrom. En pri­mer lugar, se trata de una rareza. No es que supon­ga un gran consuelo, pero existen tantas proba­bilidades de caer en esa trampa infernal como de ganar el bote acumulado de la Loto. En Berck, sólo dos presentamos los síntomas, y aun mi LIS* está puesto en tela de juicio. Cometo el error de poder pivotar la cabeza, lo que en principio no se halla previsto en el cuadro clínico. Como la mayoría de los casos son abandonados a una vida vegetativa, se conoce poco la evolución de esta patología. Sólo se sabe que si al sistema nervioso le da por volver a ponerse en marcha, lo hace al ritmo de un cabello que creciera a partir de la base del cerebro. Corro, pues, el riesgo de que trans­curran algunos años antes de que consiga mover los dedos del pie.De hecho, es en lo tocante a las vías respirato­rias donde cabe buscar eventuales mejorías. A lar­go plazo, uno puede confiar en recuperar una ali­mentación más normal, sin el recurso de la sonda gástrica, una respiración natural y algo del alien­to que hace vibrar las cuerdas vocales.
Por el momento, me sentiría el más dichoso de los hombres si llegase a tragar convenientemente el exceso de saliva que invade mi boca de mane­ra permanente. Aún no se ha hecho de día, cuan­do ya me ejercito en deslizar la lengua contra el velo del paladar a fin de provocar el reflejo de tragar. Además, he dedicado a mi laringe las bol­sitas de incienso que cuelgan de la pared, exvotos traídos de Japón por amigas viajeras y creyentes. Es una piedra más del monumento de acción de gracias erigido por mis allegados al capricho de sus peregrinaciones. En todas las latitudes habrán invocado en mi nombre a los espíritus más diver­sos. Intento poner algo de orden en ese amplio movimiento de las almas. Si me anuncian que en aras de mi curación han encendido unos cirios en una capilla bretona o salmodiado un mantra en un templo nepalí, de inmediato asigno un obje­tivo preciso a tales manifestaciones espirituales. Así, he confiado mi ojo derecho a un morabito camerunés comisionado por una amiga con obje­to de asegurarme la mansedumbre de los dioses africanos. Para los trastornos de la audición, cuen­to con las buenas relaciones que una suegra de corazón piadoso mantiene con los monjes de una congregación de Burdeos. Me dedican con regu­laridad sus rosarios, y yo me dejo caer a veces por su abadía para oír cómo los cánticos suben hacia el cielo. No puede decirse que por el momento haya dado un resultado extraordinario, pero cuan­do siete frailes de la misma orden fueron dego­llados por extremistas islámicos, me dolieron los oídos durante varios días. Sin embargo, tan ele­vadas protecciones no son sino fortificaciones de barro, murallas de arena, líneas Maginot, com­paradas con la pequeña oración que mi hija Céles­te reza todas las noches a su Señor antes de cerrar los ojos. Como nos dormimos más o menos al mismo tiempo, me embarco hacia el reino de los sueños con ese maravilloso salvoconducto que me libra de todo mal encuentro.

El baño

A las ocho y media llega la fisioterapeuta. Con silue­ta deportiva y perfil de moneda romana, Brigitte viene a poner en movimiento mis brazos y pier­nas, dominados por la anquilosis. Eso se llama «movilización», y esta terminología marcial resul­ta risible cuando se constata la delgadez de la tro­pa: treinta kilos perdidos en veinte semanas. No contaba con semejante resultado al empezar un régimen ocho días antes de mi accidente. De paso Brigitte comprueba si se produce algún estreme­cimiento que presagie una mejoría. «Intente apre­tarme el puño», me pide. Como a veces abrigo la ilusión de que puedo mover los dedos, concentro mi energía a fin de triturarle las falanges, pero nada se mueve, y ella deposita mi mano inerte en el cua­drado de gomaespuma que le sirve de escenario. De hecho, los únicos cambios conciernen a mi cabeza. Ahora puedo girarla noventa grados, y mi campo visual va desde el tejado de pizarra del edi­ficio contiguo hasta el curioso Mickey de lengua colgante dibujado por mi hijo Théophile cuando aún no me era posible entreabrir la boca. A fuer­za de ejercicios, hasta la fecha hemos llegado al punto de lograr introducir en ella una pajita. Como dice la neuróloga: «Se requiere mucha paciencia.» La sesión de fisioterapia termina con un masaje facial. Brigitte me recorre con sus dedos tibios todo el rostro, la zona yerta, que me sugiere la consis­tencia del pergamino, y la parte inervada, en la que al menos puedo fruncir una ceja. Como la línea de demarcación pasa por la boca, sólo esbozo medias sonrisas, lo que se adecua bastante bien a las fluc­tuaciones de mi estado de ánimo. Así, un episo­dio doméstico como el aseo cotidiano puede ins­pirarme sentimientos encontrados.
Un día me resulta divertido que a mis cuaren­ta y cuatro años me laven, me den la vuelta, me limpien el trasero y me pongan los pañales como a un niño de pecho. En plena regresión infantil, obtengo incluso con tales manejos un vago pla­cer. Al día siguiente todo ello se me antoja el col­mo del patetismo, y una lágrima surca la espuma de afeitar que un auxiliar extiende por mis meji­llas. En cuanto al baño semanal, me sume a un tiempo en la congoja y la dicha. El delicioso momento en que me sumerjo en la bañera pron­to se ve sustituido por la nostalgia de los prolon­gados chapuzones que constituían el lujo de mi primera vida. Provisto de una taza de té o un whisky, de un buen libro o una pila de periódicos, permanecía largo rato en remojo accionando los grifos con los dedos del pie. Pocas veces soy tan cruelmente consciente de mi situación al evocar tales placeres. Por fortuna, no tengo tiempo de pensar demasiado en ello. De inmediato me devuelven tiritando a mi habitación sobre un por­taenfermos tan cómodo como una tabla de faquir. Debo estar vestido de pies a cabeza a las diez y media, listo para bajar a la sala de rehabilitación. Como me niego a adoptar el infame estilo jogging recomendado por la casa, vuelvo a mi ropa de estu­diante chapado a la antigua. Al igual que ocurre con el baño, mis viejos chalecos podrían abrir dolorosos caminos en mi memoria. Sin embargo, en ello veo más bien un símbolo de que la vida continúa. Y la prueba de que aún deseo seguir sien­do yo mismo. Puestos a babear, tanto da hacerlo sobre cachemira.

Loco, no?

1 comentario:

George Costanza dijo...

Un orgullo figurar en las entradas de tan prestigioso blog, me alegro que te haya gustado e interesado tanto como a mi.